A diferencia de lo que pasó en el vecino país del norte
donde los negros eran separados de los blancos, aquí, a pesar de las
prohibiciones de cohabitar, estas relaciones cotidianas, fueron
permitiendo que tanto negros como indios y españoles se mezclaran.
¿Negros
en México? ¿Dónde? ¡Ah! en la Costa Chica de Guerrero… o en Veracruz
¿no? Es lo que, sorprendidos, y hasta incrédulos, muchos mexicanos
preguntan cuando se habla de la presencia africana en nuestro país. Las
imágenes que tenemos en la mente de la esclavitud y de los negros son
maniqueas y corresponden a los prejuicios y estereotipos
norteamericanos: películas como El color púrpura, Amistad, Amada hija, y libros como La cabaña del tío Tom, nos muestran una sociedad racista y segregacionista que nada tiene que ver con el pasado virreinal en México.
En efecto, hubo negros en México.
Incluso en algunos periodos su presencia, al menos en la ciudad de
México, superó con creces a la población europea. Llegaron junto con los
españoles, en calidad de esclavos o criados. Fueron traídos de Guinea,
Congo, Angola o de Sevilla. Los españoles fomentaron con éxito las
diferencias y rencillas entre negros e indios para evitar una alianza
que potencialmente llevara a una revuelta.
Efectivamente, al concluir la Conquista,
los indios fueron separados de los españoles en parte para evitar que
se contaminaran de los vicios de los europeos, pero también por temor a
una rebelión. Debían vivir en sus pueblos a las afueras de la ciudad.
Por su parte, los negros tenían prohibido vivir en los pueblos de
indios, así que lo hacían en las casas de los españoles. Los hombres
eran cocheros, criados, mayorales; las mujeres negras, nanas, nodrizas,
cocineras, parteras o lavanderas.
La esclavitud en el mundo existe desde
tiempos muy remotos y, lo sabemos, es un sistema cuyos planteamientos
son, a nuestros ojos, injustificables (aun a pesar de que hoy siga
existiendo “clandestinamente”). Lo que pocos conocen son las condiciones
en las que el fenómeno de la esclavitud se desarrolló en nuestro país,
condiciones que fueron muy distintas a las que padecieron los
descendientes de africanos en Estados Unidos. Por ejemplo, los latigazos
y golpes a los esclavos estaban permitidos, pero también estaba
autorizado golpear a la esposa o hijos para corregir sus faltas, es
decir, los golpes eran frecuentes en el mundo novohispano, sin ser
exclusivos de la interacción con los esclavos. Pese a los casos de
maltrato y sevicia por parte de amos crueles, el esclavo era, a fin de
cuentas, una “inversión” bastante costosa que era preferible cuidar, un
“bien” que podía comprarse, venderse, incluso alquilarse, aunque la ley
prohibía separar a los cónyuges o a las madres de sus hijos pequeños.
Buena parte de los esclavos que llegaron a Nueva España fueron
destinados al servicio doméstico. También encontramos a los traídos para
trabajar en los cañaverales o en las minas (no en las profundidades,
pues no resistían los cambios bruscos de temperatura).
Los negros y mulatos eran considerados
soberbios, violentos y rebeldes, en contraste con los indios, que las
autoridades virreinales juzgaron dóciles y pacíficos. Se les encuentaba
constantemente envueltos en riñas callejeras con cuchillo en mano y
jugando dados o naipes mientras esperaban a sus amos. Las autoridades se
quejaban de no poder castigarlos porque sus patrones los protegían. Las
mujeres negras fueron las nanas de los niños españoles, las recaderas
de amores secretos, las “tapaderas” o, incluso, la causa de conflictos
bastante frecuente entre una esposa celosa y un marido antojadizo.
¿Por qué entonces no hay rastros
“visibles” de los negros en México? Porque se mezclaron. A diferencia
de lo que pasó en el vecino país del norte donde los negros eran
separados de los blancos, aquí, a pesar de las prohibiciones de
cohabitar, estas relaciones cotidianas fueron permitiendo que tanto
negros como indios y españoles se mezclaran. Así, los mexicanos somos el
resultado de esa dinámica: un país mestizo con raíces indias, españolas
y africanas. No hay que ir hasta la Costa Chica para encontrar esos
resabios. Están también presentes en el español que hablamos. En las
palabras que utilizamos cotidiana e irreflexivamente: “nana”, “nene”,
“mucama” y “chingar”, que son vocablos de origen africano.
Referencias: Ursula Camba Ludlow. Imaginarios ambiguos, realidades contradictorias, conductas y representaciones de los negros y mulatos novohispanos, siglos XVI-XVII, Centro de Estudios Históricos-El Colegio de México, 2008.